Mientras leía y releía el telegrama abrí y cerré quien sabe cuantas veces el libro que estaba sobre el escritorio sin percatarme de ello.
Una pelota entró rodando por la puerta hasta mis pies y un niño me susurró desde la puerta ‑permiso director, para sacar la bola.
Le murmuré un sí casi imperceptible. Volví a leer el telegrama por enésima vez y caminé de un lado para otro en el pequeño recinto.
Me percaté que en la pizarra estaban los nombres de los maestros que componen el personal de mi escuela. De la caja situada en el ángulo inferior derecho de la pizarra tomé una tiza y subrayé uno de los nombres casi sin darme cuenta.
Por centésima vez quedé viendo el reloj de pared que estaba sobre un cuadro‑retrato de Rubén Darío.
Sentí que las manecillas habían avanzado más rápidamente de lo que yo quería acercándome a un momento para el que todavía no estaba preparado a pesar de querer pensar sólo en eso mientras le daba y le daba más vueltas al telegrama entre mis manos cada vez más y más sudadas, cada vez más y más temblorosas.
Decidí apretar el botón del timbre dando por terminado el recreo y...mientras afuera vibraba la campanilla, le pedí a un compañero que llamara a formación a todo el alumnado.
Todavía se escuchaban las risas de algunos renuentes a dejar sus juegos.
Anteriormente, casi siempre el encargado voluntario de ordenar la formación era José Adán. Chepe tenía modo para hacerlo, los muchachos siempre lo respetaron.
Era el quien siempre lanzaba la consigna para que todos comenzaran a cantar el Himno.
Este Chepe Adán..., siempre inventando juegos con los chavalos, siempre inventado paseos a la plaza Luis Alfonso Velásquez o a otra parte.
Este Chepe Adán, siempre averiguando cuando era el cumpleaños de los compañeros para celebrarlo en colectivo. Buscando la música, prestando la casa, arreglando el local.
Este carajo Chepé Adán, que un día se me apareció en la dirección para comunicarme que se iba movilizado en un Batallón de Reserva. Que me recomendaba su cuarto grado y que cuidado no le escribíamos...
Los niños ya estaban formados en silencio.
Yo sabía que tanto ellos como los maestros se estaban preguntando que para qué los llamé a formación.
Los pies me pesaban como plomo, sentía un feo temblor en el estómago y, en la boca reseca, sabor a monedas de cobre. Encaminé mis pasos hasta colocarme frente a los alumnos.
El telegrama me temblaba en las manos y estrujaba la mente buscando las palabras que quería decir frente a mi escuela formada en el patio de recreos y mientras sentía un viento helado por el cuerpo al recorrer aquel pasillo tantas veces recorrido por Chepe Adán, sólo atiné a pensar...HIJUELAGRANPUTA GUERRA.
Carlos Aguirre Marín,
Escritor de Río San Juan, Nicaragua.
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