JANICE


Ahora que se ha quedado sola y aún hay un rastro de luz de tarde tras la ventana, escucha a Josephine Baker. La voz de la artista huele a las rosas que crecen en el único tiesto que ha sobrevivido a las mudanzas de Janice. No es la preciosa, la impresionante Jo Baker de Bye bye, black bird, sino el mito que en el París de 1968, en el Olympia, aún podía dar una lección de sensualidad y de libertad a cualquiera.


Esos son sus grandes momentos. No nos engañemos, todo lo ocurrido durante la tarde (las miradas, primero, el dedo que tan sabiamente se desliza por la clavícula hasta el tirante, y luego bajo el tul del pecho, los almohadones que han acabado en el suelo, la alfombra que se convierte en cama), todo eso es la vida, le da la vida. Pero cuando finaliza, con los labios y las mejillas enrojecidas y el cabello despeinado, el mejor de los momentos es esa soledad en la que recuerda algunas escenas, algunas palabras deslizadas entre la lencería y la piel, y cuando comprende, de verdad, la importancia de aferrarse a cada instante, a la tarde que cambia de color y a su propia respiración, que se va serenando.

Es por eso, cree ella, que conserva las rosas, aunque algunas se le empeñen en morirse y otras en no brotar. Es la misma razón por la que de vez en cuando escucha a esa diosa de ébano que revolucionó un país: para recordarse que debe aprovechar el momento y gozar de él, la compañía y la soledad, la melancolía y la añoranza. Para sentir que además de otras manos, hay un tul, unas rosas, una música que son también capaces de acariciarla.



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Etiquetas: RELATOS

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