Solo ahora, al echar la vista atrás y contemplar esta última década, se advierte que en cierto momento algo se rompió para siempre en la tecnología. Quizá a quien más le pesen estos últimos diez años sea a Google. Si hacia 2010 aún creía en su lema "no seas malvado", en 2015 fue sustituido por "haz lo correcto". El Google de hoy refleja lo que puede salir mal cuando se intenta construir la empresa de tecnología perfecta, cuando se dispone de todo el talento y el dinero del mundo.
La protagonista de The Circle, el súperventas de ficción de Dave Eggers, piensa que está entrando en el paraíso al pisar por primera vez las bellas y modernas oficinas del lugar más deseado del mundo para trabajar, una compañía claramente inspirada en Google, con algunos toques de las culturas corporativas de Facebook, Apple o Amazon. Tarda algunas docenas de páginas en descubrir que detrás de las pistas de tenis y el bonito campus se escondía una distopía de control y vigilancia.
En un extenso artículo, Wired bautizó a la era que siguió a la elección de Trump como "los tres años de miseria" dentro de Google, plenos de escándalos de acoso sexual, quejas por la ética de la compañía y represalias a los activistas internos. Lo que ocurrió fue un cambio de su cultura corporativa, tan admirada y que llenó el mundo de sedes con futbolines y sillones de colores. La empresa que fue un día refugio de nerds, que fomentaba la libre expresión en sus oficinas y que aspiraba a la felicidad de sus empleados, acabó revelándose como una compañía más donde todo se supeditaba a los objetivos empresariales y los empleados se sindicaban. El mundo se había polarizado, había perdido la inocencia y los googlers, inmersos en las guerras culturales modernas, también.
El cambio no solo se notó dentro de la compañía, también fuera. El motor de búsqueda que aspiraba a ser tan eficaz que el usuario abandonara cuanto antes su página es desde 2019 un jardín vallado donde la mayoría de las búsquedas realizadas terminan sin un solo clic. La principal fuente de información del mundo, la web más visitada, la empresa que controla dos tercios del total del tráfico web y posee el 90% de la cuota de mercado de búsquedas en el 95% de los países del mundo, camina hacia a la autosuficiencia. Las migajas que reparte a sus fuentes de información son cada vez más pequeñas y el mensaje, claro: si quieres aparecer en los resultados de búsqueda, páganos.
Cuando te conviertes en sinónimo de internet, tus problemas son los de todos. Google sigue enfrentándose a las acusaciones de monopolio que le han perseguido desde hace años, en Europa y en Estados Unidos, y por las que ha recibido ya grandes multas y sigue siendo investigado. El brillo de lo nuevo ya no le protege del cambio efectuado por la opinión pública mundial y sus autoridades, cada vez menos permisivas con su desdén por la privacidad, la opacidad de sus algoritmos, los problemas de seguridad, el exceso de poder acumulado y sus políticas de censura, y que empiezan a preguntar, cada vez más, a dónde van todos esos impuestos que no están recaudando. La tasa que Europa trabaja en aplicar a las tecnológicas es mal llamada "tasa Google", porque afecta al resto de grandes, pero resulta simbólico que sea su marca, y no otra, la elegida para nombrar la medida. Durante los últimos años Facebook concentró la atención de autoridades, medios y público, pero todos los problemas de las grandes plataformas estaban ya antes en Google.
Google, en realidad, contiene un montón de negocios, agrupados bajo el nombre Alphabet. Los mayores, además del motor de búsqueda, son YouTube y Google Cloud, su servicio en la nube. En 2020, por primera vez, desglosaron las ganancias por unidades, probablemente como una forma de prepararse a las consecuencias de las investigaciones antitrust (antimonopolios). Revelaron así el volumen exacto del gigantesco negocio de la publicidad en YouTube: 15.150 millones de dólares.
Sus propiedades van mucho más allá de las búsquedas y la publicidad: desde Fitbit (la pulsera que recopila una ingente cantidad de datos sobre salud personal) hasta Calico (prolongación de la vida), pasando por divisiones dedicadas a la inversión, la inteligencia artificial, la investigación, los coches autónomos, los drones, las turbinas, los termostatos caseros, el acceso a internet a través de globos aerostáticos, y, desde luego, otros tipos de hardware y software como Android, el sistema operativo para teléfonos móviles.
Dicho de otro modo, la empresa es descomunal. En enero de este año Alphabet se unió al club de las cuatro comas: las empresas valoradas en más de un trillón estadounidense de dólares –es decir, un billón de dólares para los europeos–. Se convertía así en la cuarta empresa tecnológica de EE UU en lograrlo, tras Apple, Microsoft y Amazon. Si a ellas les sumamos Facebook, entre las cinco grandes están valoradas en 5,2 billones. Aunque todas estas cuentas se realizaron antes de que conociéramos el significado de la palabra coronavirus.
Google cerró la década sin ser feliz, y también sin Larry Page y Sergey Brin, que 21 años después de fundar la empresa renunciaron a sus puestos al frente de la compañía en diciembre pasado: Page como consejero delegado de Alphabet, Brin como presidente, aunque hacía tiempo que no estaban ligados a la gestión cotidiana. Aunque siguen siendo los principales accionistas, significó el fin de una era. Google ya no queda en manos de sus fundadores sino de su principal empleado: Sundar Pichai.
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