Mark Zuckerberg pidió ayuda a los políticos en una reciente carta abierta. La columna, publicada en el Financial Times, pedía a los gobiernos que cambiasen la regulación porque "la gente necesita sentir que las plataformas tecnológicas globales responden ante alguien". El texto ha coincidido también con una gira de buena voluntad ante las autoridades europeas, las más críticas con el estado actual de las redes de Facebook. La Comisión Europea, a la que se ha presentado con su mejor sonrisa y un libro blanco de objetivos poco ambiciosos –y demasiado parecidos a las medidas que ya tiene en marcha Facebook para autorregularse–, no está muy impresionada con las buenas palabras. Y esa petición de ayuda en realidad es otra petición muy distinta: que las leyes se adapten a Facebook.
Casi al mismo tiempo, Zuckerberg reconocía ante sus inversores que Facebook puede ser un objetivo político en este año de elecciones presidenciales en Estados Unidos. Y con duros precedentes: en verano de 2019, el regulador estadounidense multó a la compañía con 5.000 millones de dólares y le impuso nuevos controles de privacidad. Uno de sus directivos también confesaba a los inversores que apenas habían empezado a notar los problemas derivados de esos nuevos límites, que terminarán afectando a su modelo de negocio.
Ante los ojos del mundo –de un mundo donde una de cada tres personas es usuaria activa de Facebook, sin contar con sus otras redes, Whatsapp e Instagram–, la plataforma es una peligrosa mezcla de contenidos sin moderación que actúan como peligrosos virus de ideas extremistas o erosiones de la verdad y una institución opaca donde los datos de un tercio de la humanidad se etiquetan hasta el infinito y se venden al mejor postor. Pese al escaso impacto real del escándalo de Cambridge Analytica, la idea de que una sola red puede dibujar en datos cada perfil humano para influir en ellos ha tenido demasiado peso entre gobiernos y ciudadanos.
Para la compañía la situación es de amenaza –y para el propio Zuckerberg, que ha reconocido tácitamente el fracaso de su meta anual de 2018: "Arreglar Facebook", hasta el punto de que ha abandonado esos desafíos autoimpuestos–. Pese a la aparente bonanza económica (un 49% de apreciación de sus acciones, unos ingresos trimestrales de 20.000 millones de dólares, un margen de beneficio del 35%), Facebook no es una compañía interesada en dominar el mundo: es una empresa que solo quiere vender anuncios a sus usuarios. Y que durante años ha manipulado a estos para que pasen la mayor cantidad de tiempo posible en sus redes, ajenos al resto de Internet, mientras ofrecían más información sobre sí mismos para venderles mejores anuncios. Casi todas las malas noticias que han salpicado a la marca vienen, precisamente, de esa obsesión por segmentar, retener y acumular información de lo que sus usuarios hacen, dentro o fuera de Facebook.
La amenaza viene en varios frentes. El menor de ellos es la reclamación del fisco estadounidense de 9.000 millones de dólares por su ingeniería fiscal –y las réplicas que pueden reproducirse en Europa y otros mercados–. No, el problema viene de una "superregulación" que destroce el castillo de datos con el que Facebook se posiciona. Algo en lo que tanto Estados Unidos como la Comisión Europea están trabajando, y que limitaría ese poder al que nadie ha puesto freno durante años. En los informes de riesgo financiero, algunos ya califican ese posible cambio como el cookie-calipsis: Facebook quedaría ciego ante la mayor parte de las actividades de sus usuarios.
Peor: sus rivales tecnológicos –Google y Apple, que controlan todo el ecosistema móvil– tienen preparados un paquete de medidas para facilitar la transparencia y el poder de decisión de sus usuarios y limitar el control de terceros. En el caso de Google, casi todas sus medidas serían dañinas para Facebook. Nada casual, teniendo en cuenta que los dos pelean por el mismo modelo de negocio: vender publicidad.
El último problema lo pone el propio modelo: Facebook ya ha vendido todo el espacio publicitario que se puede vender en su red principal, y ha aprendido a explotar con gran éxito a los mil millones de usuarios de Instagram. Pero mantiene una red de dos mil millones de usuarios activos, acostumbrados a la gratuidad, que preocupa seriamente a las agencias de inteligencia e información, y a la que no tiene ni idea de cómo exprimir un solo dólar desde su adquisición: WhatsApp.
Y la cara amable de Zuckerberg, armado con un librito de 22 páginas de buenas intenciones, no está teniendo la recepción esperada. La respuesta de la Comisión ha sido contundente: Facebook no está haciendo lo bastante. Ni siquiera las promesas de un mayor control, un comité de moderación y otros tantos castillos en el aire serían suficientes. Si Zuckerberg no toma medidas efectivas y visibles, conformes a la regulación actual –desde luego, ni Estados Unidos ni Europa quieren aprobar leyes ex profeso para ayudar a la plataforma, que era lo que pedía Zuckerberg en su misiva– la situación podría escalar al peor de los escenarios: la intervención directa.
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