CAPÍTULO 2 - EL FUNERAL

Autor: Abraham G.
Adaptación: Amiklea Munna

EL FUNERAL

Ximena







El ataúd llegó de la morgue a eso de las tres de la tarde. Lo supe porque mientras la funeraria lo bajaba, yo estaba en el balcón de mi habitación leyendo un poco.

La noticia, como a todos, me tomó por sorpresa. Diego era mi vecino y prácticamente crecimos juntos entre risas, juguetes y dulces que nos ensuciaban la cara. Nuestras familias también siempre fueron amigas; en varias ocasiones pasamos la navidad juntos y cantábamos durante las tradicionales posadas. Rompíamos piñatas juntos e intercambiábamos regalos en navidad.

Sí: me distancié un poco de Diego hace un par de años, pero siempre nos saludábamos en la calle.

Debo admitir que con él tuve mi primera relación sexual, a los quince años. Lo sé: un poco prematura... pero él la había tenido a los doce, y en el momento en el que me lo propuso no podía pensar con claridad: era la primera vez que me emborrachaba. Así que ahora no me juzgues. No te voy a mentir con decir que nunca quise algo más con él. ¿Qué chica no querría algo más que una simple noche con Diego? Bueno... sí, hay muchas que prefieren eso... pero me refiero a que yo llegué a sentir un poco de cariño por él.

No amor: cariño, que es muy distinto.

Aunque, después de su viaje a Atlanta hace un par de años, él fue cambiando hasta llegar al punto de cortar la comunicación conmigo.

Sin embargo, cuando me enteré de la noticia de su muerte, fue inevitable no tirarme en mi cama y llorar por un largo rato, totalmente deshecha. Y cuando vi cómo dos hombres de traje trabajan el ataúd de Diego desde un elegante carruaje, lloré aun más.

Simplemente no lo podía creer, o me negaba a hacerlo.



¿Te ha pasado? ¡Exacto! Es de esas veces que una noticia te enfría los huesos y te congela el cerebro... las piernas se vuelven gelatina y hasta la visión se torna un poco borrosa.

Llegué a pensar que Diego se había matado por alguna decepción amorosa. Pero él no era de esos chicos románticos que lloran por una chica; al contrario, a él no le dolían ese tipo de cosas. Quizá estaba inmiscuido en drogas o alcohol... e incluso tontamente llegué a pensar que un demonio lo había poseído; ya sabes, de esos demonios de los que varios youtubers hablan y que solo se contactan mediante la ouija.

Mamá, entonces, vino al balcón para ser testigo también de cómo se introducía el ataúd de madera pulida en casa de Diego.

– Oh, hija… – y me abrazó justo cuando empezaba a llorar nuevamente–. Anda, arréglate… hay que ir a acompañar a los Aguilar. –y se retiró.

Me puse un vestido negro de encaje y unos zapatos de tacón no muy elevado. Recogí mi cabello castaño en una sencilla coleta y entonces recordé la fiesta que Alexa había organizado una semana atrás. En ella estaba prácticamente toda la escuela, incluido Diego, que bailaba reggaetón intensamente con la anfitriona. Solté una risilla al recordarlo y luego caminé hacia la calle, donde mi madre ya me esperaba con un enorme ramo de flores blancas entre sus manos.

La casa de Diego estaba silenciosa; había poca gente y la mayoría estaba arreglando el lugar para los que asistieran al funeral. Mamá le dio un abrazo a los padres del muchacho, y luego intercambiaron palabras que yo no logré escuchar.

Tomé asiento cerca del ataúd y miré la pulcra y brillante madera que en el interior acogía al cuerpo del chico. Con temor, me acerqué hasta tocar el féretro. Mis manos sudadas vagaron por la superficie lisa y caminé hacia la cabecera. La tapa estaba levantada y el rostro de Diego podía observarse a través del cristal.

Ya no era Diego. O por lo menos, no lo parecía.

Su rostro estaba pálido; pero era una palidez artificial por el maquillaje que le habían puesto los embalsamadores. A través del maquillaje, se le notaba la circunferencia rojiza alrededor del cuello que le había dejado la soga. Su vello facial estaba perfectamente bien recortado; y sus labios blancos tan inmóviles como los de una estatua. Toqué el vidrio con la esperanza de sentir su calidez. Miré sus párpados cerrados, el tupé de pelo moderno estaba perfectamente bien hecho y, a modo de mortaja, llevaba un smoking blanco con corbata roja. Sobre su pecho descansaba un pequeño crucifijo de plata.

Comencé a llorar y un par de lágrimas cayeron sobre el vidrio del ataúd.

Diego se veía en calma, quieto y confortable. Podría decirte que hasta una sonrisa se le dibujaba en el rostro.

– ¿Por qué lo hiciste? – le susurré.

A su alrededor, las personas ponían flores blancas y veladoras. Acto seguido, una mujer anciana empezó a rezar y la poca gente que había a esa hora la siguió en sus oraciones. Su madre colocó una fotografía de Diego al lado del ataúd. En la fotografía se apreciaba a Diego con rostro serio y enmarcado en un efecto vintage.

El resto de la tarde me la pasé sentada, escuchando los rezos los cánticos católicos.

Cuando dieron las once de la noche, la gente había aumentado en el velorio. Reconocí a algunos de los compañeros de bachillerato y a sus familiares; en el fondo había una chica tapada con una gabardina café que lloraba sin descanso. Probablemente era la novia de turno.

Cuando las campanas de la iglesia repicaron a la media noche, un sueño embriagador me invadió. Me recosté en el hombro de mi madre y dormité un rato... soñé con Diego colgándose, soñé con aquella noche en que los dos nos entregamos a una pasión desenfrenada y luego, una oscuridad que se lo llevaba.

Desperté al punto de las cuatro de la mañana. Había poca gente, la mayoría bebían café y convivían en silencio.

– ¿Quieres ir a casa, Ximena? Para dormir un rato… – preguntó mamá ofreciéndome las llaves de la casa. Acepté; atravesé la calle a oscuras y me introduje en mi hogar.

Llegué a mi cama y me tiré en ella. A través de la ventana veía el reflejo de las luces de la casa de Diego y empecé a cerrar los ojos para dormir placenteramente.

Desperté cuando las campanas de la iglesia repicaban para anunciar la misa de despedida de Diego. Acompañé a la comitiva hasta el santuario y me aseguré de quedarme en el fondo de la iglesia. No le puse atención al sacerdote... yo sólo seguía pensando en el motivo que había llevado a Diego a matarse.

Ya en el cementerio, vi cómo un tumulto de flores coronaba el ataúd.

Cuando éste comenzó a descender en la tierra, los llantos se incrementaron. Mis lágrimas me cegaron y tropecé con una tumba cercana.

Las personas más importantes en su vida le tiraron algunas flores y luego un trío de hombres empezaron a echar la tierra encima. El sonido de la tierra impactando el ataúd de madera aún retumba

en mi mente: encerrándolo, aprisionándolo, ahogándolo... así como él lo había hecho.

Regresé a mi casa con la moral decaída y siempre pensando en él: en el chico al que le entregué mi virginidad y que ahora yacía en el panteón bajo metros de tierra. Me dolía pensar que poco a poco su cuerpo se iría pudriendo hasta acabar en los huesos. Y luego, nada... ni un solo rastro de Diego Aguilar. Nada que confirmara que alguna vez existió en el mundo.

¿Por qué lo hiciste, Diego?

¿Por qué?



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